lunes, 27 de julio de 2015

Entrevista con Mr Simpatía


Tardé tres meses en tener mi primera entrevista. Para entonces, sólo cinco personas de la Didascalia estábamos sin nuestras auguradas prácticas y la inquietud era palpable entre los miembros del grupúsculo. Pero el Destino, el Azar, la Diosa Fortuna, Dios es una máquina o quien fuera, no estaba dispuesto a ponérmelo tan fácil, era más: quería verme pasarlo bastante mal antes de concederme un derecho incluido en mi ya (generosamente) pagada Didascalia.

Hagamos un resumen de mis seis entrevistas fallidas antes de que los mandamases de la Didascalia me ofrecieran lo que me ofrecieron.

La primera fue ante un jefe de Recursos Humanos de unos célebres, enormes y exitosos grandes almacenes, con varios establecimientos en la ciudad y cientos a lo largo y ancho de todo el país. El tipo, de aspecto lúgubre y cansado, me citó en su despacho, en la última planta del edificio central de la red en Bilbao, en plena Gran Vía, y me dejó claro, desde el primer segundo, que le causaba una enorme pereza tener que entrevistarme. No sonrió en ningún momento, su saludo fue un gruñido ahogado en el que me fue imposible identificar ninguna palabra del lenguaje de los hombres, y cuando lo tuve cara a cara, él con una copia de mi CV sobre la mesa que de vez en cuando tocaba, más bien, rozaba ligeramente, con la yema de su dedo derecho, como subrayando palabras clave de un folio recién sacado de la basura, supe que yo, mi perfil o ambos juntos no le gustábamos nada de nada a aquel señor, un primo lejano, canoso y flaco del señor Velázquez. Se parecía al hermano de Frasier, el psiquiatra de la tele-serie, pero en nada cómico. Le tuve que ir explicando a aquel señor mi CV, paso a paso, con paciencia y optimismo, y mientras tanto, él guardaba silencio y evitaba mirarme, pero cuando terminé de relatarle mi vida académica (la laboral no existía), me empaló con sus redondos ojos  grises y me soltó algo que remataba la imagen de desagrado que transmitía: “¿Y tus padres no te han echado todavía de casa?”. Ja, ja y ja. Qué ocurrente, doctor Crane. 

Sonreí un poco, me lamí los labios, negué suavemente con la cabeza y le contesté con un tono de voz bajito y agradable que no, que mis padres aún no me habían echado de casa, pero que estaban a punto.

Del resto de la no-entrevista no merece la pena mencionar nada más. Bueno, sólo, tal vez, que a aquel señor de los grandes almacenes no le quedó muy claro qué era una novela corta (me preguntó sobre mi premio literario sin ningún entusiasmo pero quiso que le aclarara el concepto “novela corta”). Mis explicaciones le impacientaron y se quedó con la idea de que yo había escrito un “cuento bastante largo” que alguien había considerado que debía ser reconocido. Nada más. Me despedí de Mr. Simpatía sabiendo que no quería volver a verme y aquella misma tarde mis sospechas fueron corroboradas: uno de mis compañeros, de los cinco que aún no teníamos nada, fue el escogido para hacer las prácticas allí tras una breve entrevista realizada a continuación de la mía. Me lo contó el propio agraciado y también me dijo que Mr. Simpatía, que al parecer estaba a punto de tomarse un permiso por paternidad, le había caído francamente bien. Que tenían muchas cosas en común y que se lo había pasado en grande durante el encuentro.

lunes, 20 de julio de 2015

Magdalena me contó que...


Una apacible mañana de primavera, minutos antes del mediodía, un bilbaíno de cuarenta y cinco años entró en su oficina habitual de Lanbide (Servicio Vasco de Empleo) portando una garrafa de gasolina de cinco litros y pidió a todos los ocupantes del lugar, trabajadores inclusive, que hicieran el favor de irse de allí, que iba a prenderla fuego. Inmediatamente, se puso a verter el líquido por todas partes, salpicando a las personas que comenzaban a huir despavoridas; tres litros, nada más ni nada menos, fue lo que le dio tiempo a verter. Pero cuando se disponía a encender un mechero para consumar su obra, un guarda de seguridad y un valiente trabajador de la oficina se le echaron encima y se lo impidieron. Luego, imagínense, policía, detención, denuncia, protestas de los trabajadores del sistema pidiendo más seguridad, que no es la única vez que les ha pasado algo así, y patatín y patatán. Pero del hombre que soñaba con el bidón de gasolina y Lanbide estallando en llamas más allá de Orión, no se supo demasiado. Sólo que le habían denegado una ayuda pública varias veces y que estaba desesperado. Muy desesperado. Si finalmente le caían los dos años de cárcel que los Buenos reclamaban, yo le mandaría cartas de admiración a la cárcel. Porque aquel desconocido no había querido matar a nadie: sólo deseaba llamar la atención en vez de machacarse a sí mismo con pensamientos suicidas, fruto de la Injusticia que estaba viviendo. Seguramente él también habría intentado encontrar trabajo en vano y se habría topado con un buen puñado de sonrientes consultores de RR.HH.

miércoles, 15 de julio de 2015

Las primas se enfadan



Natalia había dado a luz a su primer retoño y yo, aún disgustada por las últimas cenas con mis primas y estando muy ocupada y agobiada con el pre-cursillo de la Didascalia, no me había decidido a hacer novillos un par de horas para ir a ver al hospital a la recién mamá. Con peluche y ramo de flores comprados entre todas las primas. Y mi no-acción había levantado ampollas. Además de suaves regañinas por parte de mis primas más pacíficas, Pilar, María y Mónica, me había ganado a pulso que Natalia no me respondiera ni a mis mensajes ni a mis llamadas, y, lo más duro, absurdo e injusto de todo, la tía Carmen, la mamá de Mónica y Virginia, se había atrevido a telefonear a mis padres para declararles lo disgustadas que se sentían “las niñas” conmigo, por mi “extraña” y “poco humana” actitud. Pero la cosa no acababa ahí, y esto era lo que realmente me ponía los pelos como escarpias venenosas deseosas de desprenderse de mi cuerpo e incrustarse en carnes ajenas: la pomposa tía Carmen, siempre tan afectada y poética a la hora de expresarse, se atrevió a relatarles a mis pobres y atónitos progenitores que en la última cena que habíamos tenido “todas las niñas” (se refería a la de Semana Santa), yo había respondido de muy malas maneras a una simple y natural sugerencia de su hija Virginia insinuando, agárrese bien Mayor Tom y tome todas las píldoras calmantes que tenga a mano, que al ser la prima con los padres económicamente mejor situados, yo, a diferencia de ellas, no tenía que rebajarme a hacer tareas de chacha. Literalmente, sí, mi tía dijo “tareas de chacha”.


            La tía Carmen pretendía que el contenido de su llamada quedara entre mis padres y ella (en teoría, Virginia no sabía nada), pero mis padres no pudieron contenerse y me lo contaron.


La falsedad que latía en la acusación de mi tía en cuanto a las palabras y las expresiones exactas que yo había empleado en mi dura réplica a su inocente —reventémonos de risa— Virginia, no hacía sino confirmar lo que a veces habíamos comentado tímidamente en mi pequeño núcleo familiar: que la tía Carmen, a diferencia de sus hermanos, era algo envidiosa y bastante aficionada al poco noble arte del malmeter. Hasta aquel día lo había sido a un nivel ridículo e inocuo, al menos, para nosotros. Pero entonces había alcanzado unas cuotas más peligrosas.


 Mi madre no dudó ni un segundo de mí y contestó secamente a mi tía. Que no se podía creer que yo me hubiera mostrado tan altiva como ella insinuaba, y menos con alguien de mi familia, y que hubiera utilizado la expresión “tareas de chacha”, y que tenía toda la vida del bebé de Natalia por delante para visitar a madre e hijo y deleitarme con ellos. Y mi padre, mucho más moderado, trató de calmar los ánimos de su hermana con dulces palabras pero dejando claro en todo momento que confiaba plenamente en mi bondad y en mi comportamiento, siempre gentil y contenido, y que había que tener en cuenta en qué situación me encontraba yo para comprender que no podía aceptar bien que alguien, aunque se tratara de mi amantísima prima, me animara a trabajar en el ser servicio doméstico, algo tan lejano de mi nivel de estudios, y que no entendía tanto revuelo por no haber ido a visitar a madre e hijo al hospital.


            Y yo quise coger el teléfono y decirle cuatro cosas a la tía Carmen y exigirle luego que me pasar a su hija mayor, pero mis padres no me lo permitieron al verme tan alterada e indignada como estaba, y luego se lo agradecí. En cambio, contenerme para no enviar un mensaje de móvil destructor a Virginia fue una titánica labor de contención que corrió únicamente de mi cuenta.


            Finalmente, la sangre no llegó al río. La tía Carmen, sorprendida y algo atemorizada ante la reacción de mis padres, mostró algo parecido a una disculpa (quizás no había entendido muy bien a su querida Virginia) y afirmó que era lógico que estando yo en la situación en la que estaba, soltera, sin novio, sin trabajo y viviendo en la casa de mis padres, pudiera estar haciendo cosas impropias de mí. Y que hablaría con “las niñas” para que no se enfadaran conmigo y prepararan otra cita para ir a ver a la mamá primeriza y al retoño.


            Me gustó que mis padres, por primera vez en mucho tiempo, no se mostraran dispuestos a poner la otra mejilla para evitar problemas en el seno de la santa institución de la Familia. Y hasta recibí una apasionada explicación de mi madre para aquel problema: “Esas crías siempre te han tenido celos porque eres más lista, guapa y educada que todas ellas, y ahora que te ven sin pareja y sin trabajo, se ceban contigo. Y la tía Carmen es una mocosa más, la peor de todas”.


Otro golpe mortal contra mi hasta entonces edulcorada y miope visión de la realidad. Y de nuevo, la dichosa palabreja: envida. Envidia, envidia… ¿De veras que yo podía despertar aquel pecado capital en otras personas, en mis primas, sin ir más lejos, que lo tenían todo, es decir, todo lo que querían, mientras que yo no tenía nada, nada de lo que ellas, en teoría, anhelaban?


            No entendía nada.

lunes, 13 de julio de 2015

Gracias, MUSE





por llenarme de buenas dosis de energía positiva en vuestro concierto de antes de ayer en Bilbao.

El BBK Live de este año estaba siendo más bien flojillo (pese al buen trabajo de Future Islands o Capital cities, entre otros), hasta que llegasteis vosotros.

Matthew Bellamy, Dominc Howard, Christopher Wolstenholme,

sois unos genios, supongo que ya os lo habrán dicho.

Vuestros directos rozan lo sobrehumano (una amiga me lo dijo boquiabierta varias veces durante el trascurso del concierto: "¡Suenan igual que en sus discos!"), os acompañáis de una parafernalia espacio-conspiranoica perfecta (bravo por las imágenes proyectadas, vuestro confeti variado de agradecimiento, y los globos/drones/planetas flotantes), y la interactuación con el público es impecable: sin poneros pelotas pero sin mantener tampoco esa desagradable actitud distante de algunos artistas que enfría cualquier show, hacéis que vuestros devotos fans nos sintamos parte de una secta.

La secta más divertida, inocua y marchosa del mundo.

Os lo dice una que coreó vuestras suaves consignas y ejecutó vuestras propuestas de acompañamiento pese a odiar las órdenes y las jerarquías.

Nada más que decir, Caballeros de la Sidonia marciana, músicos rebeldes contra el Nuevo Orden Mundial, musas crepusculianas (parece que a vuestro pesar).

Ahora me enfrentaré con más fuerza a los meses que me vienen encima, en los que las incógnitas y el suspense sobre mi futuro laboral siguen imbatibles.

Pero no pienso perder el tiempo para que el tiempo no me eche a perder.



miércoles, 1 de julio de 2015

Cosas que me gustan: Una segunda madre


El domingo vi en el cine una película brasileña llamada Una segunda madre y salí de la sala con muy buen sabor de boca. Por fin algo bueno, sencillo, creíble, nada estridente, recomendable y susceptible de ser comentado en una amena y relajada charla posterior. Porque siempre está bien intercambiar pareceres con otras personas sobre una pieza creativa. Los diferentes puntos de vista sobre una misma cosa me fascinan. 

Pero vayamos al grano. 

La película, que cuenta con actores tan buenos que hacen que uno crea que se están interpretando a sí mismos (especialmente su protagonista, la veterana Regina Casé, célebre en su país de origen y una MARAVILLA) cuenta una historia en apariencia sencilla: una cría de 17 años visita a su madre tras diez años sin verla para hacer la Selectividad en la ciudad en la que ésta reside (Sao Paulo), y se instala con ella en la casa donde vive y trabaja, porque resulta que la mujer es la criada de una acomodada familia. 

La madre, pese a que lleve tanto tiempo sin ver a su niña, le ha estado mandando dinero durante todos esos años para criarla (la muchacha tiene padre pero enseguida queda claro que no es ninguna joya de hombre) y vive aparentemente feliz y satisfecha a base de servir a una familia de tres miembros, madre entregada con éxito al mundo fashionista, padre vago y millonario que lo único que hace es pintar cuadros rarunos (como afición), e hijo adolescente, al que ha criado como si fuera un hijo y que la adora como si fuera su entregada abuelita. Parece contenta, sí, aunque la tengan en un cuartito instalado en los sótanos de la casa que cuando hace especialmente calor es un infierno, le desprecien regalos amablemente (atentos al mcguffin de la bandejita con tazas bicolores), y la traten con amabilidad y campechanía pero cierta condescendencia, sin olvidar nunca que ese hogar está regido por una jerarquía bien determinada.

Así transcurre la vida para esa familia con doméstica, tranquilamente y sin contratiempos, hasta que del exterior llega un factor desconocido y desestabilizador que lo pondrá todo patas arriba sin en teoría matar a ninguna mosca. Sí, lo habéis adivinado: la hija de la criada, una chica guapa y muy segura de sí misma, casi (o no casi) descarada, rozando la impertinencia, una excelente estudiante que ansía estudiar arquitectura, que está claro que se come con patatas las escalas sociales, y que no se corta ni media a la hora de pedir y exigir todo lo que se le pone a tiro. Aunque los receptores de sus peticiones sean los jefes de su madre. Y es de esperar los efectos que una pasivamente explosiva presencia así tendrá en un microcosmos tan estructurado, especialmente, para el depresivo y desocupado padre, y el vuelco que sufrirá la existencia de su progenitora, hasta entonces aquejada de un leve síndrome de Estocolmo.

Siempre me han gustado las historias que cuentan cosas parecidas, cómo puede afectar a un entorno con un funcionamiento y unas reglas férreas e inmutables la repentina llegada de un "germen" desconocido y rebelde, más aún si el lugar donde se produce la pequeña revolución es un hogar familiar. Salvando las distancias, citaré el Teorema de Passolini o las recientes Borgman o Stoker en cuanto a películas, aunque en estos casos hablemos más de vampirismo que de inconformismo por parte del "sujeto desestabilizador". En cuanto a relatos, el maravilloso La hija de los guardeses creo que entronca muy bien con Una segunda madre, aunque su final las aleje un abismo.

En resumen, una película muy recomendable que sin hacer ruido ni aspavientos presenta una historia de hechuras sencillas, pero como ya he dicho, digna de ser tranquilamente analizada. Las metáforas presentes, en forma de piscinas intocables, bandejas de café menospreciadas o helados caros, son un plus en cuanto a herramientas narrativas sugerentes.

Bravo por su directora, Anna Muylaert, y de nuevo, por sus actores, sus actrices, sobre todo, que cargan de matices serenos y fabulosos a sus personajes (cuánto tienen que aprender las estrellazas tan intensas y gesticulantes de Hollywood de esta forma de actuar) , que no son ni blancos ni negros, sino, sencillamente, humanos. 


Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...