lunes, 31 de diciembre de 2018

El primo Elías


Llegué de la biblioteca minutos antes de las nueve, la hora a la que había que estar a la mesa so pena de ganarse una tremenda bronca. En cuanto estuve en casa sentí el reconfortante calor de la chimenea y percibí el delicioso olor de la cena de Navidad. Dejé los zapatos en la cocina y entré en el salón preparada para encontrarme con lo esperado: mi familia bien acomodada aguardándome para cenar. Y sí, allí estaban todos: papá, mamá, la abuela, el tío Moisés y la tía Rebeca con sus gemelas, el tío Manuel y la tía Almudena con sus hijos, Miguel y Alicia, …y alguien más. Uno más. Un crío de unos diez años sentado entre Miguel y Alicia. Enseguida reparé en aquella presencia, pero comencé mi ronda de besos como si nada. Sólo cuando me llegó el turno de saludarlo pregunté quién era. Mi pregunta desconcertó, sobre todo a la tía Almudena. Nunca olvidaré sus saltones ojos verdes clavados en mí. «¿Cómo que quién es éste? Carolina, es Elías, tu primo». Sonreí, agité la cabeza. «Pero qué primo Elías...». La tía Almudena se mordió el labio. «Carolina: Elías, mi hijo pequeño». Me alteré un poco. Opté por tranquilizarme buscando una explicación. «O sea, ¿que lo habéis adoptado?». Inconscientemente miré a las gemelas, que hasta hacía un año vivían en un orfanato ruso. Luego me dirigí a mis progenitores: «¿Cómo no me habéis dicho nada?». Mis padres guardaron silencio y se miraron con estupor. La abuela era feliz en su mundo. El tío Manuel se lo tomó a guasa. «¿Tan crecidito ves a Elías? El tiempo también pasa para ti, ¿eh?». «Pero tío Manuel, ¡que vosotros no tenéis más hijos que estos dos!». Y señalé a Miguel y Alicia. Miguel jugaba con su maquinita de marcianos; Alicia se enfadó. «Si esto es una broma, qué sentido del humor más chungo tienes», me acusó achuchando a Elías, que ocultó el rostro en el pecho de su hermana. La tía Almudena pidió ayuda a mamá. «Marina, no sé qué le pasa a tu hija esta vez». «¿Qué quieres decir con "esta vez"?», le preguntó papá cariacontecido. «Supongo que Almudena se refiere a cuando a tu hija le dio por alimentarse a base de lechuga y nos volvía locos en las comidas familiares», dijo el tío Manuel. Mamá no me defendió; me cogió por el antebrazo y me espetó: «Carolina, ¿qué andas? No habrás tomado algo raro para estudiar más, ¿verdad?». Gemí. «Mamá, no me he drogado. ¡Que en esta familia no hay ningún Elías!». Intervino papá. «O sea, que no recuerdas que tu primo Elías exista. ¿Ni tan siquiera te suena?». «No», dije, «¿el resto, todos, sí?». Moisés y Rebeca me miraron con lástima mientras contenían a sus gemelas para que no destrozaran el belén. Se me ocurrió algo. «Pues si Elías es de la familia, tendremos fotos de él, ¿no? ¡Mamá! ¿Dónde están los álbumes?», inquirí ansiosa. Nos acabábamos de mudar; las cosas no estaban donde siempre. Mamá frunció el ceño. «En alguna caja del camarote, pero ni se te ocurra ir. Está todo lleno de porquería y es tarde». El gesto de mi padre se volvió amenazante. «Basta ya, Carolina. Para una vez que preparamos la Nochebuena nosotros, nos estás amargando la fiesta». «¿Ves cómo tener la casa más grande no es lo más importante?», le susurró el tío Manuel a la tía Almudena. «¿Por qué no la lleváis a urgencias?», preguntó Alicia. La tía Rebeca depositó a su gemela en brazos de la impávida abuela y vino hasta mí. Me habló con dulzura: «Carolina, esa oposición es muy dura y llevas mucho tiempo con ella, ¿no será todo esto fruto del estrés? Elías es parte de la familia y os entendéis muy bien. En cuanto te relajes, seguro que lo recuerdas». Sólo faltaba que la tía Almudena soltara lo de siempre, que debería dejar de estudiar y ponerme a trabajar de lo que fuera. Pero el silencio era absoluto. Y la verdad es que yo estaba agotada. Cada día me costaba más almacenar en mi cabeza datos y más datos que me importaban un carajo. Sin embargo... ¿Quién demonios era Elías? No me rendí. «Pero por muy estresada que esté, ¿cómo puede ser que un primo se me haya borrado de la cabeza?». El tío Moisés mencionó cierta enfermedad mental en la que el enfermo cree que sus seres queridos son realmente criaturas siniestras disfrazadas. «Vamos, que pensáis que estoy teniendo una especie de brote sicótico», dije. «¿De verdad que no sabes quién es éste?», se metió entonces el insufrible de Miguel dándole una patadita a Elías. El reloj de cuco dio las nueve. Mamá se enderezó y señaló con aires dictatoriales la mesa, primorosamente puesta. Había que sentarse pasara lo que pasara. Todos dirigían sus ojos a mí con expectación. Decidí ganar tiempo. «¡Se acabó! ¡Que todo es una broma! Se nos ha ocurrido al grupo de opositores de la biblioteca. Hemos quedado en que cada uno lo haría en su casa. ¡Claro que reconozco a mi Elías!», exclamé. Oí un suave rumor general de alivio. Me acerqué a Elías y le pedí que, por favor, me perdonara, que era malísima gastando bromas. Alicia se puso tensa. Le acaricié la manita helada. Elías dejó de ocultar su rostro en el pecho de Alicia y me miró fijamente. Sus profundos ojos oscuros relampagueaban. Le pedí perdón de nuevo tan cariñosa como pude, y entonces Elías se deshizo de los brazos de Alicia y se precipitó en los míos. Lo recibí fingiendo afecto. Pero a Alicia no le hizo gracia, y apenas nos habíamos abrazado tiró de Elías para que volviera con ella. Fue agresiva, por eso provocó que la prótesis que cubría a Elías se rasgara un poco, dejando al descubierto, en la zona de la nuca, una pequeña porción de brillante piel negra. Sólo yo me di cuenta. Pero de momento no diría nada. Eran las nueve y había que sentarse a la mesa.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Los vecinos


No eran ni las doce y media de la noche y, muy a mi pesar, tuve que volver a casa. Algo que había comido o bebido en la fiesta me había sentado mal, revolviéndome el estómago y provocándome mareos y escalofríos. Aunque intenté vomitar, me fue imposible: en lugares públicos me daba demasiado asco. No dejé que mis amigas me acompañaran a la parada de taxi. Lo conseguí sola, con el cuerpo tembloroso y el maquillaje de catrina algo derretido por babas y lágrimas de esfuerzo. Gracias a Dios el trayecto era corto. Cuando me tocó pagar descubrí que me había dejado las llaves en otro bolso, pero no me preocupé, mi hermano estaría en casa. La puerta del portal no fue problema porque me crucé con la vecina del primero, una anciana algo demente, que sacaba al perro. Pero una vez frente a la puerta de casa mi hermano no me abría. Tampoco contestaba a mis llamadas, tanto al fijo como al móvil. ¿Podía ser que me hubiera mentido y hubiera salido de fiesta aprovechando que nuestros padres estaban ausentes? El malestar físico me era insoportable. Sólo quería mi baño y mi cama. Rompí a llorar de la desesperación. Entonces se abrió la puerta de al lado. Mis timbrazos debían de haber despertado a los vecinos. De la oscuridad brotaron dos cabecitas. Me preguntaron si estaba bien. Me expliqué. Me invitaron a pasar. Accedí. Nada más entrar me topé con los otros dos miembros de aquel hogar.
            La casa de los vecinos era tan grande como la nuestra pero estaba amueblada y decorada de tal manera que parecía más pequeña. Todo lo que me rodeaba adolecía de un insoportable aroma a demodé. No había demasiado luz. Sólo habían prendido dos lamparitas. La madre me cogió el abrigo y desapareció murmurando "te traeré algo". Sus hijos me ofrecieron una butaca. Los tres, de pie y con batas de guata, me miraban entre la estupefacción y el reproche. Lo achaqué a mi maquillaje. Gente tan religiosa como aquélla, con el pomo de la puerta en forma de Jesucristo, debía de ver como una aberración Halloween y los homenajes que en México les hacen a los muertos. "Me encuentro fatal", me lamenté. "Podemos llamar al médico del sexto", dijo la hermana pequeña, la de la cara de ardilla. La mayor, de rasgos zorrunos, la miró con gravedad. "Ana", le dijo, "a esta niña lo que le pasa es que ha bebido demasiado". Y la hermana pequeña, que cuando coincidíamos en el ascensor me miraba todo el rato por el rabillo del ojo, bajó la cabeza. El hermano se aclaró la garganta antes de hablar: "Belén tiene razón, Ana. Esta chica lo que necesita es comer algo y meterse en la cama. Lo primero creo que lo está arreglando mamá", y aquella mole de bigotes canosos torció la nariz para aspirar los efluvios culinarios que comenzaban a llenar la sala. "Oh, no. ¡No puedo comer nada, gracias! Si tengo el estómago fatal. Sólo esperaré aquí a que llegue mi hermano", supliqué. Qué ganas tenía de salir de aquella casa. No es que el resto de vecinos fueran lo que se dice normales, pero aquellos en particular... Me daban especial repelús. Sobre todo porque ponían una música insufrible y de vez en cuando se les oía lanzar terribles risotadas al unísono. Esos eran los únicos sonidos que salían de aquella casa. "No vamos a aceptar un no por respuesta", dijo el hermano agachándose frente a mí. Tenía venillas rojas en los ojos y un olor corporal muy fuerte camuflado con agua de colonia. Instintivamente, eché la cabeza para atrás. El hombre dejó escapar una risita: "Tranquila, que no te voy a hacer nada. Aunque en tu casa me llaméis el Enterrador". Al escucharle me quedé petrificada. ¿Cómo podía...? La hermana pequeña añadió con gesto rencoroso: "Y a mi hermana y a mí las Numerarias, atrévete a negarlo. Hay habitaciones en este inmueble que son como auditorios: se oye todo". La mayor también habló, con tono sosegado, mientras abría las puertas de una alacena y sacaba menaje: "Aunque lo peor es que bromeéis con la idea de que nuestro padre no esté enterrado, sino que lo tenemos aquí dentro, momificado". "Qué gracia, ¿eh?", remató el hermano. Y yo sólo logré articular una serie de penosas disculpas amparándome en el poco tiempo que llevábamos en el edificio y en el sentido del humor tan malo que teníamos. Pero no pude escapar de la comida. Me hicieron sentarme en una gran mesa comedor. La hermana mayor me había colocado todo lo necesario. Yo apenas tenía energía para resistirme. Pronto la madre entró portando una gran bandeja con platos humeantes. "Voy a poner un poco de música mientras cenas", anunció la hermana menor.
Con estupor observé la comida que tenía delante: callos, chorizo a la sidra y un plato que con tan poca luz no logré identificar pero que parecía un guisado. Todo carne, y resultaba que yo, además de tener el estómago dolorido, era prácticamente vegetariana. Lo confesé con tono de súplica. En los ojos de la madre creí ver cierta compasión, pero la hermana mayor la eliminó de un plumazo recordando una olvidable ocurrencia de mi hermano: "Seguro que los padres eran primos, así de raritos han salido los hijos". No supe responder. Comenzó a sonar una canción antidiluviana, Madrecita de Antonio Machín. "¡Come!", me ordenó con agresividad el hermano. Respiré hondo y me serví un poco del guisado. No olía mal. Mis vecinos me miraban como si fuera un conejillo de indias. Corté un pedacito de uno de aquellos grandes dados de carne y me lo metí en la boca con los ojos lacrimosos, mastiqué lentamente, di un sorbo al vaso de agua que me habían puesto y conseguí tragar. Afortunadamente mi estómago lo aceptó. Me sentí aliviada. "No sabe mal. ¿Qué carne es está?", pregunté. Entonces los cuatro lanzaron unas de aquellas risotadas a coro que tanto me repelían.
           

miércoles, 17 de octubre de 2018

Demencia estacional


Aletargado, somnoliento, postrado
sobre el suelo de la última cosecha,
sueño ya con tu llegada,
mi dulce deidad de belleza subterránea.

Desde aquí huelo las flores marchitas de tu tiara,
y percibo con horror agradable
tus ojos de máscara funeraria
agujereando impasibles el vacío.

Sin tan siquiera saludarme
me tenderás tu aguileña garra
de esmalte carcomido,
yo me perderé en los pliegues de tu túnica oscura,
y ambos danzaremos contra el estío.

Cuántas noches frías nos aguardan,
¡oh, beldad perturbada!

Llevo meses soñando con este momento,
de dolor y metamorfosis.
Llámame como quieras,
bebe de mí cuanto desees.
En tu mortal dentellada
percibiré ya la hoja vieja, el fruto nuevo, la lluvia generosa.
Y mísero de mí, te entregaré mi reinado bruñido
para que lo cubras de niebla y melancolía.
Bienvenida, hermana Otoño.

domingo, 10 de junio de 2018

Aquí


A quien corresponda.
            En el día de hoy, a finales de septiembre de 1779, yo, Don Iñigo Ibaiondo de Vergara, de veintiún años de edad, natural de la Noble Villa de Bilbao y militar bajo el mando de Don Bernardo de Gálvez, Gobernador de Luisiana, comienzo la escritura de esta misiva de destinatario incierto, sometido a la calentura, la agitación y la flaqueza achacables a un evidente encantamiento ―¿no son éstas, acaso, tierras surcadas de leyendas de brujería africana practicada por esclavos resentidos? —.
            Me gustaría decir desde dónde exactamente estoy redactando estas líneas, pero sólo puedo aventurarme a afirmar que la abyecta ¿estancia? donde me encuentro se halla no demasiado lejos de Baton Rouge, a cuyas inmediaciones llegué con mi tropa hace poco con la intención de conquistarla tras nuestro colosal éxito en Manchac, con la caputura de Fort Bute, pese a nuestro penoso estado.
            Una vez ante nuestro nuevo objetivo, la plaza fortificada y bien protegida de Baton Rouge, las brillantes capacidades estratégicas de Gálvez nos hacían creer a todos sus hombres —españoles, colonos, nativos americanos, esclavos libres— en una nueva victoria, y lo cierto era que el plan de nuestro líder se antojaba prometedor. Parte de nosotros se situaría en un bosque cercano a Baton Rouge para distraer al enemigo mientras que la otra parte se dedicaría a cavar trincheras y prepararlo todo para un ataque despiadado. A mí me tocó participar en el primer grupo, y siguiendo las directrices recibidas, procedí junto con mis compañeros a embadurnarme de barro y pegarme encima ramas y follaje. Así pues, pronto nos vimos disfrazados de una suerte de espantajos forestales, y olvidándome por unos instantes del aciago y siniestro contexto en el que nos encontrábamos, debilitado mi temple por el hambre y los padecimientos continuados, me carcajeé con ganas. Sorprendentemente, mi actitud fue imitada por unos cuantos compañeros, y nuestro censurable actuar hizo despertar la cólera de uno de los superiores, que sin temblarle el pulso, como si estuviera regañando al líder de unos críos traviesos, me castigó: me obligó a alejarme durante un buen rato del grupo, bosque adentro, hasta que controlara mi «inaceptable estado de nerviosismo». Así lo hice, cabizbajo, agotado e indignado y ante las miradas piadosas de los demás hombres.
            Lejos de los míos, rodeado tan solo de vegetación y con el sonido de todo tipo de animales e insectos como único acompañamiento, precedí a echarme una cabezada bajo un acogedor árbol. Y cuando elevé los párpados me encontré aquí. En esto. Porque no tengo más recursos para describir el antinatural lugar que me mantiene atrapado, sin techo ni paredes pero tampoco rendijas para escaparme o pedir socorro, donde la luminosidad puede resultar más aterradora que la oscuridad y que posee la tibieza perfecta. De nada sirve gruñir, gemir ni gritar: nadie oye ni nada se oye. Y lo que más me angustia de todo: mis necesidades fisiológicas han desparecido del todo. Sólo duermo de vez en cuando, como si cierto espectro invisible me inoculara a la fuerza el veneno del sueño, y entonces me enfrento a pesadillas tan reales que el estar aquí es lo que parece el mal sueño. Creo que me explico de forma espantosa, no sé hacerlo de otra forma. Pero puedo relatar sucintamente los extraños contextos en los que aparezco en cuanto los ojos se me cierran. Todas ellas me colocan en entornos belicosos y me visten de diferentes tipos de soldado enfrentado a diversos enemigos. Y siempre, cuando me dan el golpe de gracia, vuelvo a despertar aquí, como si estuviera siendo sometido a alguna clase de castigo eterno y luciferino ―¿será por haber dejado de asistir a misa pese a la insistencia de mi madre? ―. Así, ha habido un día en el que he aparecido en una zanja manejando toda una máquina infernal que disparaba con una potencia inimaginable. Llovía a mares y el barro se me metía por todas partes, y a derecha e izquierda tenía compañeros que, para mi sorpresa, hablaban germano, con lo que he llegado a la conclusión de que en ese mundo yo era un soldado de ese pueblo luchando contra quién sabe quién: no me daba tiempo a averiguarlo, enseguida me mataba una terrible bomba impactando contra mi trinchera —no sin antes ver saliendo disparados diversos miembros amputados—. Otra vez me he visto encajado en una suerte de jungla, vestido de verde oscuro y cargando con una fantástica arma que parecía más cañón de mano que fusil. Alentado por un agresivo y vociferante general anglosajón, he tenido que acribillar a tiros a enemigos de ojos rasgados y tez tostada. Por el cielo volaban fantásticas naves sin cubierta dotadas de alas de acero, y las bombas caían del firmamento. Mis aceptables conocimientos de la lengua inglesa no me han permitido, muy a mi pesar, enterarme de nada.
            Pero sin duda, mi peor experiencia ha sido la de estar atrapado en un entorno desértico rodeado de moros y viéndome a mí mismo como uno de ellos. Mis excitados y barbudos compañeros me hablaban en su espantosa lengua gutural ¡como si se tratara de mi idioma materno! En esta ocasión monstruosos vehículos de acero con cañones incorporados nos transportaban a una velocidad escalofriante, y cuando el inidentificable enemigo nos disparaba desde mamotretos semejantes, tenía que aguantarme y repetir las sentidas jaculatorias de mis compañeros so pena de ser visto como un enemigo por esa agresiva gente. Irónicamente gracias a esta última alucinación me he podido hacer con escaso papel —arrancado del libro sagrado de los moros—  y pluma —en este caso una pluma extrañísima. Me ha bastado con aprehender los objetos con fuerza antes de ser abatido por el enemigo. Y me he despertado con las dos cosas en la mano, así es como estoy escribiendo estas líneas que confío que alguien encuentre algún día si es que tiene la mala suerte de ser traído también aquí  —y yo muero antes.

domingo, 7 de enero de 2018

Adopta un refugiado (por Navidad)

Era la víspera de Navidad y Maris y yo estábamos nerviosos porque íbamos a ser los anfitriones de una cena muy especial. Tras mucho pensarlo habíamos aceptado la propuesta de nuestros amigos Vincent y Lola: pasar la Nochebuena juntos e invitar a una pareja de refugiados sirios que ellos conocían. A la cena se acabaría apuntando también otra pareja amiga, Héctor y Cecilia. Ellos traerían a su propio refugiado, un joven ucraniano. Porque resultaba que al igual que Vincent y Lola, Héctor y Cecilia estaban implicados en diversas actividades humanitarias.
            Decidimos que lo mejor era celebrar el acontecimiento en la casa que Maris y yo teníamos en la montaña. Hacía siglos que no nos juntábamos tantos para celebrar la Navidad. Maris y yo estábamos acostumbrados a pasar las fiestas solos. Es lo que pasa cuando uno tiene ya cierta edad y no hay hijos ni nietos que lo arropen.
            Pero como ya he dicho, no dijimos que sí enseguida.
            «Amina y Dahud se encuentran totalmente desvalidos. Son ilegales, es como si no existieran, y evitan de forma enfermiza confraternizar con cualquiera. Lola y yo hemos conseguido intimar con ellos tras muchos esfuerzos. Sólo a base de buenas palabras, dinero y comida. Que hayan aceptado nuestra invitación es casi un milagro», nos comentó Vincent para convencernos. «¿Pero no son musulmanes? ¿Les apetece celebrar la Navidad, y con desconocidos?», pregunté receloso. «Efrén: la Navidad ya no es una fiesta estrictamente religiosa, es una suerte de excusa para que las personas se junten con sus seres queridos y festejen el fin de año», explicó Vincent con cierta repelencia. No pocas veces Maris y yo comentábamos que esa actitud era lo que se estilaba en el ambiente en el que se movía nuestro amigo, catedrático de Medicina.
            En cambio, de Vadim, el refugiado de Héctor y Cecilia, no sabíamos nada. Sólo que también era ilegal y que su fe ortodoxa tampoco era óbice para celebrar nuestras Navidades. 
          Pero la noche prometía. Estaba tan excitado que las manos me temblaban mientras guardaba cuidadosamente en cajas de cartón la delicada vajilla húngara y las preciosas copas de cristal de bohemia con las que halagaríamos el sentido estético de nuestros invitados.
            Maris llegó a casa con las últimas compras poco antes de la hora que nos habíamos impuesto para salir rumbo a la montaña. Tenía mala cara. Resultaba que uno de nuestros vecinos, sin saber que íbamos a cenar con refugiados, le había soltado en el ascensor que ojalá que en Europa hubiera mandatarios tipo Donald Trump, que había que cerrar las fronteras para que no entrara tanto «chupóptero». Me puse serio. «Querida mía», le dije tomándola por los hombros, «ni se te ocurra violentarte ante esos comentarios. Para chupópteros nuestros vecinos. La mayoría posee negocios donde explotan a trabajadores por menos de mil euros al mes y procuran contratar a zorros de las finanzas para burlar a Hacienda impunemente. ¿O no?». Y Maris asintió y se relajó.
            Nos pusimos en marcha. La carretera nevada no dio problemas. Una vez en nuestra casa de la montaña, un diseño futurista de acero y cristal obra de Héctor, comprobamos que estaba helada. El paisaje que la rodeaba, conformado por espectaculares montañas blanqueadas por la nieve, me hizo replantearme lo de volver a escribir allí durante largas temporadas. Dejé de hacerlo cuando mis editores me obligaron a estar más conectado con el insufrible mundillo literario.
            Maris insistió en que había que calentar la casa para que nuestros refugiados no salieran huyendo en cuanto pusieran un pie dentro. Así que procedimos a encender radiadores y a prender velas por todas partes, algo que adorábamos mientras no se tratara de velas aromáticas. «Huele a iglesia que te mueres», solía decir acertadamente Maris cuando, muy a nuestro pesar, éramos invitados a casas donde gustaban de semejante tipo de ambientador. Aunque eso no era nada comparado con ingerir la bazofia de comida que nos ofrecían y que nos provocaba acidez durante días. Qué se le iba a hacer: eran los sacrificios que acarreaba el empeñarse en tener una vida social aceptable.
            Limpiamos un poco el polvo. Maris se encargó de poner primorosamente la mesa y yo de la decoración navideña, eso sí, no cayendo en lo prosaico. El árbol y los adornos que compré eran todos en blanco, negro y plateado. Y nada de Belén. Lo último fue darle brillo al majestuoso piano de cola que había pegado a la ventana y al que Maris haría rugir de belleza con sus dotadas manos de concertista.
            Mientras poníamos la casa a punto nos dimos cuenta de lo sumamente cansados que estábamos. Maris incluso tuvo un amago de mareo. La tomé por la cintura, la reanimé con un largo y jugoso beso, volvió en sí y la tranquilicé diciéndole que nuestros amigos, a punto de llegar, nos traerían la energía que tanto ellos como nosotros necesitábamos.
            La deliciosa noche cayó enseguida y Maris y yo procedimos a engalanarnos. Ella escogió su precioso Balenciaga rojo, con sobrefalda abullonada y escote barco, y yo un traje con raya diplomática relativamente nuevo con corbata negra. Nos perfumamos pero no nos echamos cremas pastosas y apenas nos maquillamos. Para qué. Estaríamos como en familia.
            Los invitados llegaron tan extremadamente puntuales como nos esperábamos. Salimos a recibirlos. Los dos imponentes Mercedes con cristales tintados aparecieron luminosos y prometedores frente a nuestra acristalada morada. De ellos salieron primero las extremidades gráciles y felinas de nuestros amigos, y con algo más de timidez, las de nuestros ansiados refugiados. Amina y Dahud, dorados y hermosos, acababan de abandonar la adolescencia. No pude evitar ensalivar. En cambio, en cuanto vi a Vadim supe que algo iba mal. Porque aquel rubio alto y fibroso —y que guardaba un parecido asombroso con el cantante de Cold Play— tenía una inquietante ferocidad en la mirada. Que poco más tarde enganchara a Héctor de la coleta, se sacara una pequeña guadaña de la espalda y lo degollara delante de todos al grito de «¡Muere, upyr!» confirmaría mis temores.
           

            

Madre Ciudad te devora: Metrópolis, de Ferenc Karinthy

El turista accidental . Siempre me ha resultado curioso este título y la mezcla de sensaciones que me despierta: regocijo, suspense, cierto ...