viernes, 6 de enero de 2017

¿Dónde sentaremos al abuelo?



Nadie se esperaba que viniera. Llegó poco después de los tíos de Galicia. Ya estábamos todos a la mesa. 
El viejo mantel rojo, verde y blanco estampado a base de renos y acebo delataba que era la víspera de Navidad. La cena estaba a punto de comenzar, idéntica a la de todos los años; bueno, no, miento: como la de todos los años no, porque aquel año no contábamos con el abuelo. Pero él apareció.
            Fui la primera en escuchar sus pasitos por el pasillo, acercándose poco a poco. Cortos y lentos pero imparables. Y el repiqueteo de su bastón contra el suelo. El resto de la familia fingió que no pasaba nada, pero todos podíamos escucharlo. Y por fin asomó por la puerta su cabeza, cubierta con la omnipresente boina negra y luciendo unos ojillos pícaros que revestían alegría y emoción contenidas al saberse anfitrión de la única cena del año que reunía a toda la familia. La casa entera estaba engalanada a base de bolitas de colores, espumillones y nuestras torpes manualidades escolares, que al abuelo, sólo al abuelo, le encantaban. Pero él no debía estar allí, y sin embargo, entró como si nada. Llevaba su viejo abrigo marrón y la bufanda de cuadros escoceses completamente calados. Fuera llovía, y el abuelo nunca usó paraguas.
             Le observamos angustiados mientras se acercaba a la mesa. Nadie le dijo nada. No nos levantamos a recibirle. Y él tenía cara de no comprender nada. «¿Pero dónde me siento?», preguntó con ingenuidad porque mi padre ocupaba el que había sido su sitio Navidad tras Navidad, y no parecía dispuesto a cedérselo. La abuela volvió la cabeza. No quería ni mirarle. Y los demás no se atrevían a explicarle lo que sucedía. Al final, como siempre, fui yo quien tuvo que salvar la situación. Me levanté y besé al abuelo en la mejilla. Estaba helado, como la última vez que le había besado. Y mal afeitado. Me raspó ligeramente los labios. «Abuelo», le dije, «tienes que irte». Él no comprendía: «¿Por qué, hija? Pero si es Nochebuena, pero si ésta es mi casa y vosotros sois mi familia». «Que tienes que irte, abuelo», le insistí con un nudo en la garganta porque me hubiera gustado que se quedara con nosotros, y ofrecerle anchoillas en aceite, jamón serrano y ensaladilla rusa, que era lo que más le gustaba, y después de los turrones, hacer pareja con él a la brisca. Pero aquello era imposible. «Abuelo, que no puedes, que tú ya no estás aquí», tuve que decirle. Y el pobre abuelo bajó la cabeza, caviló unos cuantos segundos y por fin entendió. No le quedó más remedio que darse la vuelta con gesto abatido y comenzar a desaparecer, pasito a pasito, con la ayuda de su bastón y en completo silencio. Todos le mirábamos como estatuas de sal. Pero de pronto, la abuela no pudo reprimir el llanto, y quiso salir tras él con un paraguas. «¡Un paraguas, coge un paraguas! ¡De lo contrario pillarás un buen resfriado!», exclamó. Tuve que detenerla y abrazarla fuertemente contra mí. Mis primos y los demás mayores hicieron como si nada. Logré que la abuela volviera a su sitio y me guardé para mí, bien adentro, mis preguntas: dime, abuelito, ¿hace mucho frío por allí? ¿Te sientes solo o has conocido a alguien? ¿Te acuerdas de nosotros a menudo? Pero hay preguntas que es mejor no formular.
            Me senté a la mesa. Había que seguir con la cena y olvidar aquel incidente.
            Era Nochebuena, y al día siguiente, Navidad.

2 comentarios:

  1. Felicidades y mucha suerte. Precioso relato, ojala y estas navidades yo hubiera tenido un instante con mi padre, como tu con tu abuelo. Y nunca se pueden sentir solo porque están en nuestros corazones y pensamientos.

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  2. ¡Muchas gracias, Marisol! Lo escribí hace tiempo, a punto de celebrar las primeras Navidades sin mi abuelo. Han pasado muchos años y sigo asimilando que él no está. Con mi abuela, que le sobrevivió seis años, lo mismo. Pero lo que dices...De nuestros corazones nunca se irán.

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